SOBREVIVIENTES
103024
Por
Samuel Akinin
Hace poco cumplí mis setenta
años. Muchos de ellos los he querido olvidar. Vivir con esas
memorias, no se llama vivir. Noches de insomnio, de
pesadillas y malos recuerdos por siempre me acompañan.
Siempre sentí distancia entre la vida y la muerte. Las almas
de mis padres, de mis hermanos y de la casi totalidad de mi
familia, no pueden reposar en paz en sus tumbas, después de
casi cincuenta años. Mi silencio no les permite descanso.
Debo revivir y dar a conocer mi pasado, mi vida.
Nieto de Isaac Trachtenberg
y de Margula Goldman, ricos comerciantes
especializados en pieles, cueros tratados y artículos
derivados. Junto a mis tres hermanos menores, Edmundo,
nacido el 25 de septiembre de 1.925, mi hermana Bronia
en el año 1.926, Salomón en el 27 y yo, Max,
nacido el día 19 de agosto de 1.923, somos hijos de
Jacobo Trachtenberg y de Julia (Yulche) Griffel.
Mi padre, natural de Zocal, Ucrania, era industrial,
poseía una fábrica de zapatos; mi madre, polaca, de
Schnatin , era violinista de profesión. Nosotros
nacimos en Viena, Austria.
Perdimos a mi hermanita Bronia
con apenas año y medio de nacida. Nuestro camino de la
muerte comienza en el año de 1.939, cuando llega el
antisemitismo con toda su fuerza a nuestro pueblo Kracov, en
Polonia. Por las persecuciones y las constantes molestias,
nos mudamos a Voyisuav, ubicado a escasos 12
kilómetros de Senyison. Es el año de 1.942; es la
víspera del año nuevo judío. Los alemanes vienen con la
orden de limpiar el pueblo de judíos. Toman a las
mujeres y a los niños. Ellos nos separan de mi madre y de mi
hermanito Salomón. Solamente una despedida nos es permitida.
Siendo nosotros hombres dispuestos a defender con la vida a
cualquiera de sus seres queridos, nos dejan anonadados,
indefensos; su fuerza militar es desproporcionada, su
sadismo no tiene límites. Gritan, golpean, no permiten ni
que por un segundo los hombres reaccionemos. Mi padre no
puede soportar el dolor y, muy a su pesar, por su estado, su
debilidad, no le permitimos que viera nada. Por un lado se
llevan a las mujeres y a los niños; por otro, los hombres
fuimos brutalmente apresados.
Desde ese mismo instante
supimos que no los volveríamos a ver. La desolación nos
embargaba y encima de ese dolor, habíamos sido burlados por
los polacos; uno de ellos había ofrecido no llevarse a mi
madre a cambio de todas nuestras joyas. ¡Cómo nos
engañaron! Eran criminales y ladrones. El recuerdo de
las palabras de mi madre, aún las tengo grabadas: "No te
preocupes por nosotros, Max; cuida de tu padre y de tu
hermano, que ellos sí te necesitan". Ambos fueron llevados
al peor de los campos de concentración, Treblinka.
En el noreste de Polonia los
alemanes enclavaron lo que después sería conocido como la
fábrica de exterminio. Ellos lograron la
industrialización automatizada. Sin necesidad de maquinarias
sofisticadas, utilizando a los propios judíos como animales
de carga y como combustible natural, ochocientos cuarenta
mil judíos fueron sacrificados, en ese solo campo de
exterminio. Menos de un millar logró salvarse luego de una
valiente y sacrificada evasión, no tanto por mantener sus
propias vidas, como por atestiguar al mundo los
martirios, las matanzas, el robo, la destrucción de sus
cuerpos y por último, la conversión de los restos en simples
cenizas. Los que lograron evadirse y alcanzar las montañas,
fueron perseguidos por los nazis y por los mismos pobladores
polacos. Salvaron sus vidas del campo de exterminio de
Treblinka, pero con casi un pueblo en contra, apenas
cincuenta de ellos lograron sobrevivir.
Ni mi madre ni mi hermanito
tuvieron oportunidad alguna. Treblinka no perdonaba,
era el principal campo de exterminio. Había logrado
destruir las vidas de cientos de miles de personas. No sólo
lograron alcanzar sus metas de destrucción, sino que las
superaron con creces, y así, el siete de enero de 1.943,
segaron la vida y los sueños de mi madre y de mi hermanito.
A nosotros nos llevaron a
Shenyisov, donde nos tuvieron seis meses. Durante los
dos primeros, nos obligaron a cavar zanjas. El temor que
ellos les tenían a los rusos los obligaba a preparar sus
líneas de defensa en la retaguardia. Luego servimos como
ayudantes de albañilería en la fabricación de pequeñas casas
para los alemanes. Mientras tanto, vivíamos en barracas,
dormíamos en literas triples cuya capacidad era de una
persona por nivel; pero en verdad, eran tablones sin
colchones. Éramos ciento ochenta judíos viviendo en las dos
barracas. Dos judíos hermanos y nosotros tres, éramos los
únicos que vivíamos como familia en las barracas; ellos dos
murieron de tifus en el campo al cual fuimos llevados luego,
Skarzysko Kamienna.
Una ventaja tuve frente a los
demás judíos presos en cada uno de los campos en que
estuvimos, bien sea de trabajo o de exterminio, a los cuales
fuimos llevados. Esa ventaja era mi idioma materno, el
alemán. El buen hablar es una de las cualidades que por
mucho tiempo me permitió destacarme. Durante toda mi vida,
practiqué el arte de la conferencia. He dado discursos por
diferentes motivos: la pasión por mi pueblo, la continuidad
religiosa, la defensa de la fauna americana, técnicas de
ventas, labores comunitarias, Centro América y sus
necesidades, etc., etc.; esto, hasta mi reciente derrame
cerebral, que en consecuencia hace dificultosa mi habla.
Ese don natural, más el
dominio perfecto del idioma alemán, de algún modo hizo
permeable mi acceso a los guardias alemanes.
Los judíos éramos considerados
cual seres en proceso de exterminio. Pero de alguna
manera los que teníamos la oportunidad de hablar su idioma y
como en mi caso, la contextura, el color y la apariencia
aria, lográbamos despertar su curiosidad y en casos
excepcionales, hasta su lástima. Puedo atestiguar que
utilicé lo que tenía a mano para lograrlo; labia, dominio
del idioma, apariencia, osadía, el sentimiento de lástima
que eventualmente lograba despertar en nuestros verdugos y
toda mi suerte.
Conseguido el acceso, la
comunicación con cualquier alemán, lo trabajaba hasta el
cansancio y siempre lograba que nos trasladaran en conjunto
a mi hermano Edmundo, a mi padre y a mí, de un campo al
otro.
Luego de dos días de viaje en
tren llegamos a Skarzysko Kamienna. Estábamos en una
gran fila, yo ocupaba el primer lugar, luego mi hermano y
después mi padre. El nazi encargado de la selección me
preguntó cuál era mi oficio, le mentí diciendo que los tres
éramos mecánicos de automóviles; le hablé en plural. Se
lo dije en su idioma, en un perfecto acento. Se notaba a
leguas que el nazi estaba muy bebido; era norma de ellos
mantenerse en ese estado, para que luego sus mentes no
castigaran a sus cuerpos.
Nos seleccionaron y nos
mandaron pasar a la fila A. Tres filas había luego de
la selección, A, B y C. Aquellos que
eran seleccionados para la fila C, estaban condenados
a una muerte segura. A estos de la fila C, los utilizaban
para manipular la nitroglicerina, eran conejillos de india
encargados de vivir en la cuerda floja. Ninguno lograba
sobrevivir más de tres meses. Muchos de ellos no soportaban
vivir con ese miedo; en las noches se cortaban las venas y
morían desangrados; otros se ahorcaban, haciendo uso de los
tablones de las literas como trampolín. Cuando la gente
analizaba su situación, cuando trataban de ver hacia el
futuro, al no conseguirlo, tomaban la determinación de
acabar de una sola vez con su dolor. Muchas noches oíamos
el Kadish (rezo que se le efectúa a los muertos).
Los escogidos para la fila B,
eran enviados a trabajos muy fuertes; los seleccionados
para la fila A, éramos los más afortunados. Pero si durante
el Appel te mandaban al final de la fila, esto significaba
tu condena a muerte. El tiempo que pasé en este campo me
sirvió para aprender el oficio de mecánico; aunque habíamos
dicho serlo, no teníamos ni la menor idea, jamás habíamos
trabajado sobre un torno, o una troqueladora.
Lo que hacíamos en el taller
mecánico eran pequeñas piezas de ametralladoras; también
trabajábamos en grandes hornos para la fundición de metales
y elaborábamos en este proceso granadas. Dentro del campo,
en una barraca especial, había varios mecánicos polacos que
trabajaban libremente en el campo. Uno de ellos entabló una
buena amistad conmigo. Siempre que podía, me escapaba y a
hurtadillas me iba a su sitio de trabajo, lo ayudaba y
aprendía en profundidad el oficio. Este polaco durante meses
me daba su ración de alimentos que era muy superior y más
completa que la nuestra; con ella logré mantener y recuperar
la fortaleza de mi padre, al igual que la de mi hermano.
Varias veces me ayudó a meterme comida dentro de mi pijama y
luego a amarrármela, para que la pudiera introducir
desapercibidamente en mi barraca.
Solía hacerse una selección,
que consistía en la supervisión de los enfermos o débiles,
no con la idea de curarlos o de atenderlos, los escogían
para deshacerse de ellos, el haber sido anotado en una
selección, era garantía de muerte segura al próximo día. A
mi hermano y a mí nos contagiaron con el tifus dentro del
mismo campo. Estando enfermo, sin fuerzas como para
levantarme y soportar el tiempo que duraba la selección, un
militar muy bien vestido, al ver mi estado deplorable, mandó
a anotar mi número, sabíamos ya lo que significaba, el
próximo día sería mi último día. De nuevo lo increíble, ese
militar por cosas del destino fue transferido a otro lugar y
no se ejecutó la selección.
Estábamos aún en el mismo
campo de concentración cuando recibimos una nota del esposo
de mi prima Miska Seltzer; él se llamaba Dunek,
nos decía que vendría cerca del campo a traernos algunas
cosas. Mi primo había pasado como ario, alguien le había
facilitado documentos con nombre falso y esto le permitía el
desplazarse de una ciudad a otra. Hasta ese momento sus
papeles le funcionaban a perfección. Mi padre, pendiente de
la llegada de Dunek, salió del campo a su espera. Unos
soldados alemanes lo vieron en la noche fuera de la
alambrada; él tenía en su brazo la banda blanca con su
estrella de David. Se enfurecieron al verlo. Entraron al
campo y preguntaron por el judío responsable del campo,
por el jefe.
Luego que me enteré que se
trataba de mi padre y que los alemanes solicitaban al jefe
judío del campo y sabiendo que dicho jefe no existía,
inmediatamente les informé que yo era el jefe, no podía
permitirles que le hicieran algún daño a mi padre. Ese día
recibí una paliza como jamás en la vida, ni antes ni después
recibí. Ellos no sabían de nuestro parentesco, de saberlo
nos habrían matado en ese mismo instante.
Mi hermano Edmundo salvó mi
vida esa vez, él era el limpiabotas de uno de los oficiales
de alto rango dentro del campo; por la calidad de su
trabajo, el oficial le tenía mucha estima. Viendo mi hermano
que los nazis me estaban matando a golpes con sus
ametralladoras, corrió a suplicar al oficial para que
intercediera por mí. El oficial llegó a tiempo y pudo
detener la golpiza, pero de cualquier modo tuve que pasar 10
días en cama, incapacitado totalmente; esa semana también
hubo selección y de nuevo no me tomaron en cuenta. De mis
primos, lo único que sabemos es que no lograron salvarse del
Holocausto.
Este campo era uno de los
pocos cuya vigilancia interna dejaba mucho que desear; todas
las mañanas lograba escaparme, aunque era sólo dentro del
mismo campo y me iba a trabajar para mi amigo el polaco; a
éste le pagaban por producción, yo le era útil, además de
económico. No era un campo de exterminio, era una especie de
fábrica de armas o piezas para el ejército alemán. Habíamos
llegado en el mes de marzo del 43 y salimos en febrero de
1.944.
Somos transportados en tren
los tres, mi padre, mi hermano y yo, llegamos al campo de
Piotrkow, nos tenían como animales, no había condiciones
para recibir a la gente. Diariamente morían muchos. Tres
meses pasamos en este cuasi manicomio. De ahí nos
trasladan de nuevo a los tres hasta Czestochowa; éste
sí era un verdadero campo de concentración; entramos a lo
loco, nos encargaban de bajar las papas que traían los
trenes para el ejército alemán. A veces podíamos comer
alguna papa, pero cruda y sin que nos dejáramos ver.
Este campo estaba divido en
dos; el llamado A y el otro llamado B. El
primero era el peor, por sus condiciones, por la falta de
comodidades y de no ser por la comida que nos podíamos
robar, quizás habríamos muerto. En el lado bueno, o sea, en
el campo B, teníamos a un buen amigo de mi padre
llamado Reuben Immerclik, se desempeñaba como policía de los
judíos; era, por decir algo, el jefe del campo. El trató
de todas las maneras para que nos mudaran a su sector, pero
cuando logró que le autorizaran el traslado, ya nos había
mudado a otro campo. Aquí vale la pena decirles que la gran
mayoría de los que estaban en el campo B, logró
salvarse tal cual lo hizo nuestro amigo.
Con el mismo medio de
transporte nos llevaron a Buchenwald, otro campo de
concentración, éste es el primero que conocemos de los
campos de exterminio, tenía hornos crematorios, empezamos a
ver la muerte mucho más cerca de nosotros, lo que habíamos
pasado aunque duro, era posible de soportar, el vivir
dentro de una fábrica organizada de exterminio ,
manejada por puros criminales, les estoy hablando de
noviembre de 1.944. Varias cosas fueron novedades para
nosotros los expertos en campos de concentración; éste
contaba con guardias mujeres además de los normales, pero
éstas eran peores que cualquiera de los hombres que hasta
ahora nos había tocado conocer, todas ellas sin excepción,
disfrutaban golpeando y matando con motivos o sin ellos, las
duchas de gas, los hornos crematorios, el sadismo en las
mujeres y además fue el primer campo en que nos quisieron
separar de mi hermano, lo querían mandar a otro sitio, hablé
con el capo judío, logré implorarle al guardia alemán y fue
éste el que en un acto de bondad por mi dominio del idioma
alemán, aceptó mi petición.
Dos de los campos que
conocimos, me impactaron por su tamaño; Buchenwald y
luego Bergen-Belsen. Desde aquella experiencia del
primero de los campos, a cualquiera de estos dos, donde la
mejor comparación es; una hormiguita al lado de un elefante,
era demasiado grande. Si queremos sentir la diferencia de
tamaños, piensen e imagínense lo que nos tocó vivir cuando
llegamos a Bergen-Belsen, Diez y ocho mil cuerpos de
judíos muertos, estaban a un lado del campo, casi a la
entrada, a la espera de ser enterrados o cremados. Durante
varias semanas estuvieron a la intemperie y solo luego de
que nos liberaran, los ingleses fueron los que se encargaron
de sepultarlos. Entre el primer campo y éste último,
notamos que en uno solamente habíamos ciento ochenta judíos
presos, pero vivos y al ver nada más la cantidad de los
muertos insepultos, se podrán dar cuenta de lo que les
estoy hablando.
Los
que estábamos en Buchenwald, éramos usados para la
gran fábrica de aviones que tenían muy cerca del campo de
concentración, ésta se llamaba Guslav Werke, los aliados la
destruyeron completamente, fue luego de esto, que empecé a
escuchar a los alemanes, cuanto deseaban que la guerra
terminase, estábamos ya en los finales de 1.944.
Nos mudan en tren hasta el
próximo campo, Mittlebau-Dora. Los SS estaban
violentos, sumamente nerviosos; les hablé en su idioma,
les pedí cierta consideración y logré aplacarlos un poco.
Pasamos de nuevo una selección; de ahí nos conducen en fila
para que nos tatúen nuestro número, estigma que nos ha
acompañado desde entonces, que nos ayuda a que no olvidemos,
que nos recuerda los años en que unos animales nos trataron
como bestias de carga y de trabajo, nos rememora a nuestros
hermanos esclavos en Egipto, nos demuestra que la maldad
en su máxima expresión, no solamente existía durante la
época bíblica en aquellas ciudades que fueron destruidas
por orden de Dios; nos hace reflexionar, que no podemos ni
debemos ser tolerantes, nos obliga con el estado de Israel,
para que seamos nosotros mismos los encargados de
defendernos, cuando otros no lo quieran o puedan hacer.
Pero debo volver al asunto.
Luego de bajar de los trenes y de pasar al cuarto donde se
nos iba a tatuar, le toca el turno a mi hermano Edmundo y le
asignan el número 103023, a mí, el 103024 y a
mi padre, el 103027.
Estábamos en el campo de
Mittlebau-Dora. Este era un campo subterráneo. Durante
tres meses los ingleses y los americanos lo bombardearon,
pero no le hicieron mella alguna. Estaba edificado con los
más modernos sistemas de protección, y por ser
subterráneo, el hormigón con que estaba construido era una
coraza indestructible. Desde el primer día logré ganarme la
simpatía de uno de los alemanes; mi aprendizaje del torno y
de las máquinas de metalmecánica, me había convertido en un
ser muy útil para él, me esmeraba tanto en mi trabajo, que
me traía todos los días una zanahoria escondida en su
chaqueta.
Mittlebau-Dora era un campo de
puros hombres; las únicas mujeres eran unas treinta o quizás
cuarenta alemanas prostitutas, usadas como pasatiempo de los
alemanes. En este campo se fabricaba la bomba V-2, la
famosa y destructiva bomba responsable de los daños
infligidos a Londres y otras ciudades.
A mí me mandaron a la barraca nº. 2, a mi padre y a mi
hermano, hacia el sur, al campo de Nordhausen. Esta
vez, por más que traté, no logré que nos mantuviéramos
juntos. Una enfermedad en mi cuello me había obligado a
quedarme en cama en la enfermería; cuando pude ir a pedirle
a mi amigo el alemán que me ayudara, ya era tarde. Fue el
último sitio en que vi a mi padre; el destino lo arrancó de
mi lado en sus últimos cinco meses de vida. Por tres meses
y medio, permanecí en Mittlebau-Dora.
La falta que me hacía mi
padre, no la podía soportar; mi relación con él no se ha
equiparado con ningún otro ser humano: su bondad irradiaba
una especie de calor, que permitía cual buen calidoscopio,
ver lo malo, lo desfigurado, transformaba las burdas
imágenes en bellos destellos de fe. Su palabra de consuelo
mantuvo viva, no solamente en sus hijos, sino también en
extraños la esperanza en una pronta libertad. Mi padre,
cual libro abierto, sólo hablaba para enseñar, para
construir, para enlazar, para ayudar a los demás; no lo
recuerdo quejándose, ni suplicando, sabía que su destino no
lo manejaba él, aceptaba lo malo y aplaudía cualquier
circunstancia, siempre que ésta sirviera para animar al
prójimo.
Mi último destino fue
Bergen Belsen; a los míos los había mandado al sur, a
mí, me enviaron hacia el norte; nos colocaron en lados
opuestos. Llegué un 15 de febrero de 1.945. El 30 de abril
de ese año nos liberaron. Ya los alemanes no podían
controlar nada, el desorden era increíble, se desmoronaban
los alemanes cual montaña de arena atacada por un vendaval.
Llegan los ingleses, con sus
tanques; embisten contra las cercas y las rompen. Uno de
ellos venía con altoparlantes, diciendo que se rindieran,
dando instrucciones; hablaban en diez idiomas, no podíamos
creer lo que veíamos; esos grandes monstruos eran ahora
pequeños animales indefensos, daban lástima, quizás tanto
como nosotros.
Los ingleses estaban
vigilantes para que los judíos no tomáramos venganza con sus
nuevos prisioneros los alemanes. Con su característica
flema, ellos se sentían libertadores, su postura altiva
paseaba alrededor de aquel dolor mientras custodiaban y
protegían a los alemanes para mantener su prestigio.
Desconocía lo que había pasado
con mi padre y con mi hermano, lo único que sabía era que
los había trasladado a Nordhausen; en cuanto pude, me
escapé de los ingleses y fui en busca de ellos.
Demoré dos días de camino
hasta que logré llegar Nordhausen; no estaban ni mi padre,
ni mi hermano. Me dijeron que mi padre no había podido
soportar más; el hambre, además de la separación obligada de
su hijo más querido, su primogénito, fueron responsables
de su muerte. El 23 de abril de 1.945 falleció mi padre;
está enterrado en Nordhausen, murió faltando
solamente siete días para la liberación; lo habíamos
protegido entre mi hermano y yo como a la niña de nuestros
ojos, pero al final, no lo logramos salvar.
Mi hermano Edmundo, también
liberado, tuvo el mismo pensamiento mío y fue en mi busca a
Bergen-Belsen; seguramente nos cruzamos en el
camino y ocurrió que esa primera noche yo dormí en
Nordhausen, en la cama de mi hermano y él hizo lo mismo
en mi cama en Bergen-Belsen. El destino seguía
jugando con nosotros.
Esperé en Nordhausen y unos
días después llegó mi hermano. No quiero contar el fin de mi
historia dejando un sabor de boca cual final de cuento de
hadas; reconozco la felicidad del encuentro con mi hermano,
la recuerdo y cada vez que la pienso, siento la alegría de
ese momento, pero no puedo ni podré perdonarles a ninguno de
los alemanes nazis lo que nos hicieron; no puedo ni podré
aceptar como dato histórico lo que nos pasó.
No es posible, que estando aún
vivos tantos de nosotros, sobrevivientes de ese holocausto,
tengamos que escuchar, ver y sentir que gente desalmada, con
intereses desconocidos, propaguen la idea de que fuimos un
sueño, de que no existimos, que nuestros muertos jamás
alcanzaron cifras importantes; tantas majaderías me asquean
y me enferman; me agreden como hombre, como judío, como
testigo de cargo, me irrespetan como huérfano de padre y
madre y me obligan a decir lo que a nosotros los judíos se
nos está prohibido, pero que en conciencia los nazis se
merecen.
Ojala que cada uno de ellos
sienta alguna vez lo que sentimos, que sus corazones
entiendan que el amor y la fidelidad a la familia es lo más
importante de un ser y que viendo en la historia toda la
destrucción que provocaron, pierdan de una vez por todas
esos malvados instintos que nada positivo han dejado para la
historia y que tanto daño causó a millones de seres
inocentes que murieron y a los que por su culpa no pudieron
nacer. Yo, como sobreviviente, después de esta lección,
haré lo imposible para impedir que esto vuelva a suceder.
Amén, así sea.
FUENTE: MAX TRACHTENBERG GRIFFEL.
Samuel Akinin Levy |